Los Raidistas
Parece que todo el pueblo estuviera aquí, en la Plaza Central, para despedirlos. La masa escandalosa rodea el Chevrolet descapotado modelo 1931, estacionado frente a las autoridades políticas del cantón.
La banda de músicos, vestida como demanda la ocasión, sopla con sus vientos obras marciales.
Se pide silencio a la concurrencia y el llamado líder de la juventud de Chone, Don Trajano Viteri Medranda, toma la palabra.
Vuestro arrojo y valentía, vuestra audacia y calor de genuinos choneros, os obliga a llegar a la meta o morir en la lucha; que el espíritu de Hernán Cortés os acompañe, y así no podréis regresar sin la victoria.
Por Chone, por Manabí y por nuestro querido Ecuador, atrás ni un paso. Vuestra consigna, es avanzar, escalar las cumbres y triunfar.
¿Prometéis cumplir con esta consigna? Se hace un silencio, sólo se escucha el galope de los agitados corazones.
Los caballeros se llenan el pecho de aire y las damas, de los nervios, se llevan las manos a la boca y se paran en puntas de pie. ?¡Sí!?, responden los raidistas en coro.
La música vuelve, ya no son coplas militares sino canciones populares que la concurrencia no tarda en acompañar a viva voz. El auto arranca, tiene que ir despacio para no atropellar a nadie.
La banda persigue los primeros pasos de la máquina hasta el caserío Santa Rita, al extremo norte. Los aventureros se despiden meciendo en el aire sus sombreros Montecristi, claramente marcados con letras rojas: RAID.
Nadie va a decirlo, pero muchos lo están pensando: capaz y no vuelven, capaz y esta es la última vez que los vemos con vida. El jefe de la expedición es el único que se atreve a sugerir abiertamente la cercana posibilidad de un destino fatal, uno de nosotros, si los demás desapareciéramos, os contará que llegó.
El temor general tiene sus raíces bien afianzadas. Ha llegado el invierno. Sólo Dios sabe si las tormentas que los aguardan ocultas en las nubes, siempre al acecho, no serán las mismas que los sepulten en la fiera selva que se han propuesto conquistar.
Los viajeros, conscientes de la historia nacional que los precede, escogieron esta fecha para honrar dos memorables aniversarios: la fundación de la muy noble y muy leal ciudad de San Francisco de Quito, y la batalla naval de Jaramijó, donde bajo el mando del general Alfaro, los liberales combatieron a los conservadores por vez primera.
Los raidistas son cinco, como los dedos de la mano, rozan las tres décadas sobre la faz de la tierra y los unen, más que la odisea que están a punto de vivir, las bisagras imbatibles de la amistad.
Carlos Alberto Aray: Nacido en Medio Mundo, sitio contiguo a la ciudad de Chone. Dedicado a trabajar en una pequeña finca, propiedad de sus padres, donde se mueve entre frutales, cultivos de cacao y de café. Amigo de la guitarra, del canto, del billar y los versos. Conocido en la sociedad por su espíritu aventurero. Jefe y creador de la expedición.
Artemio Aray: Otrora arquero titular de la selección de fútbol de Chone. Ídolo de los aficionados, que acostumbraban sacarlo en hombros del estadio, por mantener invicta a su escuadra durante largas temporadas. Pasó varios años en el oriente ecuatoriano aprendiendo medicina natural. No falta quien lo tache de vulgar curandero y hasta lo acuse de practicar brujería. El hermano menor de Carlos Alberto es el médico a bordo.
Juan de Dios Zambrano: Hombre de letras. Periodista y poeta. Prestigioso personaje de la bohemia chonera, capaz de cautivar a cualquiera en conversaciones que se dilatan hasta el amanecer, donde se tocan los más variados tópicos de actualidad, ciencia y política. Será el encargado de llevar la bitácora de esta expedición.
Emilio Hidalgo: Calificado con unanimidad como el mejor violinista de Chone. Nadie sabe cómo aprendió a tocar tan dócil instrumento, mucho menos el artista. Su recio carácter es bien conocido entre sus amistades, que saben que el intérprete puede abandonar un salón si alguien en el público no es de su agrado. Maestro electricista de profesión.
Plutarco Moreira: Chofer profesional, especialista en montar y desmontar motores de todo tipo. Su trabajo es distinguido en toda la provincia. Son muchas las personas que han sido socorridas por él en carreteras abandonadas y silvestres. Se dice que no hay nada que este barón de las máquinas no pueda arreglar con sus herramientas. Será el encargado del volante. Nuestro piloto.
La misión: demostrarle a quienes administran los poderes públicos de la república del Ecuador, que la carretera Chone ? Santo Domingo ? Quito, tramo considerado indomable por las vías del progreso, es una empresa posible. Hasta ahora, la única forma de llegar a la capital desde Chone, es viajar a Bahía de Caráquez, desde ahí tomar un barco de vapor que tarda días enteros en llegar a Guayaquil, y entonces subir al ferrocarril.
KM. 32
Pasados los sitios Ricaurte y El Limón, donde los raidistas son recibidos con palpitantes pañuelos blancos, banderas y gritos de aliento, cae el primer aguacero.
Son las 18h00 y aunque Plutarco Moreria trata de seguir adelante, el carro se encharca y patina y se ven obligados a detenerse hasta que pase la tormenta.
La noche cubre el horizonte en la selva manabita. Orientados por la escasa luz de las luciérnagas, buscan hojas de platanillo, bijao o camacho, y montan una suerte de techo bajo el cual, para combatir el frío, se apretujan los cinco.
Quieren fumar, pero los cigarrillos están empapados. Despiertan con el canto de un gallo. Se alegran. No están solos. Avanzan siguiendo la voz del animal y llegan a una pequeña estancia en Chontillal, entre El Limón y Zapallo, propiedad de Don Tiburcio Barreto, donde se les ofrece un desayuno campesino, huevos, queso y verde asado, que devoran guardando los modales.
8 de diciembre.
La lluvia entorpece el camino, lleno de pequeñas lagunas negras que el carro tiene que rodear. Atrás quedó el sitio Zapallo, donde tuvieron que pasar la noche reparando una perforación en el radiador. Ahora tienen que llegar a la parroquia Flavio Alfaro. En una zona denominada Cuello, el carro se atasca en el monte y en el lodo. Cuatro de los raidistas tratan con todas sus fuerzas de empujar el auto, mientras el chofer acelera a más no poder. Inútil es el arrojo.
Todo lo que consiguen es llenarse de sudor y fango. Deciden enviar a Juan de Dios por ayuda. El poeta regresa al cabo de pocos minutos, con las manos en alto. Un montubio, que lo ha tomado por cuatrero, le apunta con una escopeta. Los raidistas proceden a identificarse y el montubio, que responde al nombre de Moisés Pazmiño, les ofrece su ayuda. Lo intentan de nuevo y el carro vuelve a la superficie irregular de la montaña.
10 de diciembre.
Tras permanecer dos días en Flavio Alfaro, la última población propiamente dicha en el trayecto hacia Santo Domingo de los Colorados, planeando detalles del viaje, salen rumbo a Chila, pequeña comunidad anterior a El Rosado, la siguiente parada estratégica. Para aligerar la carga, envían a lomo de mula el equipaje y el combustible. Las bestias se adelantan al carro y se dirigen directamente a El Rosado. Por su parte, los raidistas recorren los 17 Km. que los separan de Chila en un lapso de ocho días. Aprovechan la luz del sol para avanzar lo más que pueden y, durante la noche, aseguran el carro amarrándolo a gruesos troncos y buscan posada en las casas de amables familias montubias. Contratan a los auxiliares Romualdo y Félix Zambrano, gente de campo que conoce bien la ley de la selva.
18 de diciembre.
Ya en Chila, Carlos Alberto envía a Juan de Dios de regreso a Chone, en busca de dinero para continuar la expedición. Mientras él y los dos auxiliares inspeccionan a pie la ruta a seguir, Plutarco, Emilio y Artemio matan las horas compartiendo con los campesinos del lugar.
A su regreso, ya acabada la tarde, Carlos Alberto encuentra a sus amigos bien enrumbados, cantando, bailando y bebiendo. Se han instalado en una casa, cuyo dueño se vanagloria de ser el mejor bebedor de la región. Carlos Alberto se excusa de la juerga, y a manera de broma y ligera venganza, le dice al anfitrión que sus compañeros se han propuesto emborracharlo para luego burlarse de él públicamente.
Mientras el jefe de la expedición y los auxiliares duermen a pierna suelta, el dueño de casa y los otros raidistas bajan las reservas de aguardiente sentados a una mesa. El dueño de casa tiene en una mano el vaso y en la otra su largo y afilado cuchillo, que no soltará hasta que los otros hayan caído desmayados por obra y gracia del licor.
Celebran la Noche Buena en El Rosado, desplegado sobre las cabeceras del Río Grande-Quinindé, cercados por orgullosas palmeras, matas de cady, yucales y caña de azúcar.
La casa es de don Pedro Vega, a quien apodan El campeón de la selva, por la ayuda prestada y por su conocimiento total del traicionero monte. Esta noche, se ponen los trajes de gala que pensaban reservar para la llegada a Quito, los mismos trajes que usaron el pasado mes de julio, cuando Chone celebró sus fiestas cívicas y ellos se pasaron la noche festejando en la Plaza Central, de donde salieron hace 19 días. La cena contiene gallina criolla y plátano verde en abundancia.
Armados con guitarra y violín, los raidistas agradecen las atenciones con canciones montubias que sirven lo mismo para cantar que para armar el baile. En cierto momento de la velada, Carlos Alberto, Artemio, Emilio y Plutarco, cada uno en un rincón, reciben la visita del fantasma de navidades pasadas. Antes de dormir, Carlos Alberto escribirá en su diario: alguno de nuestros compañeros sintió el dulce amor de una inquietud juvenil, al recibir todo el fuego tropical de unos ojos maravillosos y embrujadores.
Nunca sabremos a qué compañero se refiere, tal vez sea mejor así. La mañana del 25, sus nuevos amigos se reúnen para despedirlos. Todos menos don Pedro Vega. Los raidistas lamentan su ausencia, pero no tienen tiempo que perder. Pasarán años hasta que don Pedro Vega confiese que evitó la despedida del puro dolor, para no pensar en los que flotarían sin vida en las aguas del Quinindé.
26 de diciembre.
El opulento río Quinindé emerge de las cordilleras de la parroquia Eloy Alfaro, sus poderosos afluentes lo transforman, kilómetros mediante, en el río Esmeraldas. No les queda otra que navegarlo para llegar a El Piojo, río arriba.
Atravesar las riberas tomaría demasiado tiempo y las orillas son demasiado estrechas para el carro. Usando palo de balsa y amarras de bejuco piquigua, empalman tres balsas, una para el carro, una para los víveres y el combustible, y una más para la tripulación. Con buen clima, el tramo fluvial El Rosado-El Piojo puede cubrirse en tres horas.
Pero estamos en invierno y los raidistas pasan tres días de extremas dificultades. Avanzando cortas distancias en jornadas interminables. La lluvia no les perdona la insolencia y el caudal del río no hace otra cosa que aumentar. A veces tiritan de frío, empapados por la lluvia. A veces el calor los fríe. Tienen las ropas rasgadas, las ramas los han rasguñado a profundidad y Artemio ha tenido que curarlos ahí, sobre la marcha. No son pocas las gotas de sangre que han caído al agua.
29 de diciembre.
La corriente de El Piojo es más brava que la del Quinindé. Deciden desembarcar el carro y descansar.
Plutarco y Emilio cruzan nadando el río, llevan una cuerda atada a la balsa. Carlos Alberto y los dos auxiliares, desde la balsa de la tripulación, aseguran también con cuerdas la dirección del carro flotante.
Artemio va junto al vehículo, usando una rama gruesa como palanca, dirigiendo la maniobra. A mitad de camino, la rama de Artemio no resiste la presión de la corriente y se rompe.
La balsa se escapa veloz con el carro encima. Los raidistas se tiran al agua para tratar de alcanzarla. Artemio sigue a bordo, junto al vehículo. El cauce se estrecha, aparecen árboles, se forma un túnel perverso.
Los fierros de la máquina se enganchan en las ramas enemigas, la balsa da una vuelta de campana y Artemio se lanza al agua para que no lo atraviesen las garras de los árboles. El resto de raidistas se sumerge y pasa por debajo del túnel.
Cuando vuelven a respirar, ven la balsa orillándose sobre el lado izquierdo, pero no ven el carro. Artemio nada tras ella, la alcanza, se sube y la amarra a un chíparo. Los otros llegan sin fuerzas, Artemio los ayuda a subir.
Los raidistas se tienden sobre la balsa, mudos, ahogados, sin saber muy bien si se salvaron o no. El silencio se prolonga por varios minutos. Carlos Alberto es quien pregunta ¿El carro se perdió o está debajo? Esta noche, ellos duermen sobre la balsa y el carro debajo del agua, todavía junto a ellos, aferrado a los palos de balsa.
31 de diciembre.
Se adentran en la selva, montan un rústico campamento, casan dos guantas y se alimentan. Vuelven al río, a recuperar el auto. Emilio y Plutarco tienen que desarmar la máquina para secar los aparatos, limpiarlos, engrasarlos y volver a ensamblar el esqueleto mecánico. El trabajo es largo y agotador. 1940 los sorprende probando el motor del carro, que enciende a la primera. Abrazos.
3 de enero de 1940.
Se encuentran en las aguas de El Suma. Juan de Dios lleva días enteros buscándolos, preguntando por ellos, escuchando que nadie puede cruzar las aguas del Quinindé en invierno, menos en una balsa. Si no fue la corriente la que acabó con ellos, el Chicharo, un pez gigante, con dos hileras de puntiagudos dientes en la mandíbula inferior y otra en la superior, seguro los devoró sin piedad.
Al verlos, Juan de Dios se lanza al agua y nada a su encuentro. La selva oye sus gritos de felicidad y los disparos al aire de una Smith & Wesson calibre 32. El próximo destino es el Sumita, donde Manabí y Pichincha se tocan. Todavía los espera Santo Domingo, allí habrán completado, creen ahora, el tramo más duro del raid.
Santo Domingo de los Colorados.
Entran al pueblo en medio de grandes celebraciones. Piensan que se trata de una fecha importante para los nativos, pero no, el agasajo es para los raidistas y para el primer automóvil que toca tierra de los Colorados.
La noticia ha viajado más rápido que sus actores. En el centro de la plaza, la tricolor flamea en la cumbre de una caña guadua tan verde como se puede ser. Banderines y gallardetes engalanan los portales de las residencias. Jóvenes a caballo hacen la calle de honor. Uniformados deportistas desfilan junto al carro. Los raidistas se detienen en el medio de la plaza y reciben los saludos de las más distinguidas damas.
Mientras tanto, en la tierra que los vio partir, se piensa que han muerto o que están escondidos en alguna parte, temerosos de volver y reconocer un fracaso miserable. Esa misma tarde, el telégrafo del cantón manabita empieza a recibir en clave morse, saludos y congratulaciones a las autoridades y a la ciudad de Chone, aplaudiendo el arribo victorioso de los raidistas a Santo Domingo.
A las 20h00, la única casa con techo de zinc en el pueblo, conocida como La Casa de Teja, albergaba la fiesta. Carlos Alberto a la guitarra, encanta a una muchacha. Emilio le dice a la suya: una cosa es con guitarra y otra con violín. Plutarco ensaya un piropo propio de su oficio: la luz intensa de tus ojos, perfora el parabrisas de mi corazón. Artemio hace lo suyo: eres más fragante que una matita de hierbabuena. Por su parte, Juan de Dios, llegado el momento de hacer memoria, escribirá: nos apretamos más, de repente, en la semipenumbra, floreció el milagro de un beso, robado en la noche cálida y romántica.
Al día siguiente recibirán la visita de la prensa quiteña. Antes de abandonar los dominios que tan bien los han recibido, escucharán una pregunta que los hará partirse de la risa. ¿Qué come el carro?
El río Buenasilla.
Despiertan en la hacienda Chiguilpe, propiedad del general Alberto Enríquez Gallo, presidente del Ecuador de 1937 a 1938, quien encandilado por la hazaña, ha decidido acompañarlos junto a sus hombres hasta el peligroso cruce del río Buenasilla.
La colina que lleva a la orilla es prácticamente horizontal. Tienen que atar las cuatro esquinas del carro con cabos que a su vez pasan por motones para bajar el vehículo hasta el píe del río. Todo lo que he presenciado es magnífico, pero sigo intrigado, ¿cómo piensan pasar el río?, pregunta el general.
El Buenasilla desfila potente entre dos paredes de roca viva, separadas por 7 metros de vacío. Allá, abajo, a 15 metros de donde estacionaron el carro, brama la corriente espumosa. Para qué darle vueltas al asunto, hay que hacer un puente.
Con ayuda de los hombres traídos por el general, cortan cuatro troncos de unos 12 metros de longitud, y los tienden entre lado y lado. Levantándolo en peso, colocan el carro en los silvestres rieles. Cada llanta se acomoda entre dos troncos. Plutarco sube, enciende el motor y pregunta ¿Me voy? Carlos Alberto sabe que al dar la orden podría estar enviando a su compañero a una muerte segura, pero estando dónde están, ya no se pueden detener. ¡Largo!, grita el jefe de la expedición.
El carro avanza lentamente, cualquier maniobra errante puede ser la última. Los raidistas aguardan sosteniendo la respiración. A la mitad del frágil puente, los troncos comienzan a doblarse, como una hamaca, dirá Carlos Alberto cuando se le pregunten. Un segundo más en esa posición y los troncos se rompen y hasta aquí llegó el famoso raid. Plutarco hunde el pie en el acelerador y sólo una vez que las llantas traseras han tocado tierra firme, cayendo de los troncos, se derrumba sobre el asiento del conductor y levanta los brazos para tocar el triunfo con las manos. Aun falta el paso por la orilla del Toachi, que mide tres metros, donde levantarán con sus manos el lado derecho del carro y Plutarco conducirá lentamente sobre dos ruedas. Aun falta el paso por el delgado puente Lelia, que palpitará a cada centímetro que recorran las llantas. Pero los raidistas sienten que ya nada, ni nadie, puede detenerlos.
Quito, 28 de enero de 1940.
Lo primero que ven es un grupo de gente junto a un carro alegórico arreglado con flores de todos los colores. Es el comité de bienvenida, conformado en su mayoría por los miembros de la Asociación de Manabitas Residentes en Quito. Los abrazos vienen de todos los flancos.
La alegría compartida es inmensa. El carro alegórico prolonga la entrada a la parroquia urbana La Magdalena, donde cordones de policías tratan, inútilmente, de controlar a la multitud que se ha volcado a las calles para aclamarlos. ¡Viva Chone! ¡Viva Quito! ¡Viva el Ecuador!
Avanzan por la calle Bahía hasta la Avenida 24 de Mayo. Contemplan el monumento a los Héroes Ignotos, sabiendo que no fueron pocos los momentos donde pensaron, presas del pánico, que también ellos serían titanes anónimos.
Llegan al Estadium Municipal, donde sucede una mañana deportiva organizada en su honor. El partido de fútbol entre los equipos Gladiador y Gimnástico se interrumpe y el Chevrolet descapotable modelo 1931, el carro de la victoria, se estaciona en la mitad del campo de juego. La lluvia de flores cae desbordada sobre nuestros conquistadores.
Más tarde irán al Palacio Municipal, donde en sesión solemne, recibirán de don Gustavo Mortensen sendas medallas de oro, que brillarán sobre sus embarradas y deshilachadas ropas kaki.
En el acto de condecoración estarán figuras políticas, diplomáticas y sociales. Luego irán a un banquete en el hotel París, donde la colonia manabita los servirá hasta el cansancio. Los rotarios quiteños organizarán su propio homenaje en el salón Las Palmas del hotel Metropolitano. Mañana será un gran día, el presidente electo, Dr. Carlos Alberto Arroyo del Río, ofrecerá su apoyo incondicional al proyecto de carretera Chone - Santo Domingo ? Quito.
Y el encargado del poder, Dr. Andrés F. Córdova les dará audiencia en el Salón Amarrillo del palacio de Carondelet, para anunciarles que otorgará un millón doscientos mil sucres para el inicio de la obra. Los raidistas no saben lo felices que serán en las horas que los esperan. En su mente una imagen que los acompañará por el resto sus días: Chone.
Al llegar a Quito fueron recibidos con todos los honores; incluso el encargado del poder, Andrés F. Córdova los recibió como héroes nacionales en el Salón Amarillo del palacio de Carondelet, para anunciarles el desembolso de un millón 200 mil sucres para el inicio de la obra.